Por Leonor Espinosa
Escrito para la Revista Bocas

La casa de mi abuela está ubicada en la plaza principal de San Luis de Sincé, a pocos pasos de la casa de balcón volado donde la familia García Márquez, antes de trasladarse a Sucre, tenía la farmacia.

Todos los días, mi abuela me mandaba a llevar el “poquito e’leche” a la niña Cleme, una pobre vieja que vivía cerca de la Placita de la Cruz, lugar donde quedaba situada la casa de la niña Leticia Martínez, tía del Nobel, en donde vivía toda la familia. Cleme aprovechaba la oportunidad para contarme sobre el paso del “hijo del telégrafo” por el pueblo de Sincé.

A las mujeres mayores en toda la sabana de Sucre y Córdoba se acostumbraba a llamarlas “niña” sin importar su edad y condición social. Recuerdo mucho a la niña Blanca Acosta por su elaboración de bolitas de leche, almojábanas y parpichuelas; a la niña Sofía Aguas (q.e.p.d) por sus inconfundibles bollos limpios y de batata; a la niña Ali Martínez por sus famosas conservas de plátano maduro, a la niña Julia Hernández entrar por el portón de la casa de mi abuela vendiendo empanadas crocantes de maíz que preparaba desde las cuatro de la mañana y que salí a vender desde muy temprano en un caldero de aluminio tapado.

A la que más recuerdo de todas, por alcahuetear mis travesuras, es a la niña Rosa Lora, una mujer de tez morena, consistencia delgada, ceño fruncido, “pelo malo”, “caminao zampao”. Vestía con trajes de segunda que le regalaban sus comadres y chancletas marca Panam. Todos los días llegaba a las cinco de la mañana con sus dos hijos, Pía y Mario, a los que llamaba “macos” por haber nacido con una enfermedad que ella nunca entendió. Simplemente la aludía a un castigo divino. Antes de comenzar su tediosa labor prendía una calilla y preparaba el manduco. “Ohhhhhhhhhh Rosa Lora”, gritaba mi abuela para llamarla apenas el reloj de la iglesia daba el último campanazo.

Era un día antes del Domingo de Ramos, Rosa debía preparar a todos los nietos para el tradicional paseo de Semana Santa a la finca Palma Sola de propiedad de mis abuelos. Un trayecto tedioso que ella conocía a la perfección. Primero debíamos tomar un camino polvoriento hasta llegar a Santiago Apóstol, corregimiento situado en una playa del río San Jorge, creado durante la invasión de colonos momposinos emigrantes de su ciudad natal, debido a la ruina económica producida por el cambio de rumbo del Río Grande de la Magdalena y a la pobreza derivada de las guerras civiles en la segunda mitad del siglo pasado.

Mi abuelo Gabriel era conocido en toda la región de La Mojana y de la Depresión Momposina, no por el talento para el comercio de ganado, sino por su gran habilidad para “cazar el corazón de las mujeres”. Sus amigos le atribuían su maestría al consumo constante de ají picante. Parrandero de naturaleza, festejaba la gran felicidad que siempre le embargaba la vida a ritmo de grandes acordeones como el de su amigo Alejo Durán. “Pachaca mona”, lo bautizó “el loco” Carmelo al preguntarle “¿Cómo fuere Don Gabrie pa’ que me regale una moneda?”. En ese momento andaba sin “sencillo” y no pudo darle ni un centavo, Carmelo, molesto, lo apodó de esta manera por ser pecoso y pelirrojo. Las pachacas son unas hormigas rojas.

Llegamos a la casa de uno de sus compadres santiagueros. Una vez reposados, embarcamos en una chalupa hacia La Solera en La Mojana, subregión de gran riqueza natural y escenario de argumentos y personajes de Crónica de una muerte anunciada, de García Márquez.

Durante el trayecto por los ríos San Jorge y Majagual, caños y ciénagas, compramos coroncoros, un pez con forma de sapo con el que se prepara una sopa que según los pescadores “resucita muertos”.

De repente, el chalupero divisó un campano majestuoso con nidos de pichones de “patos cuchara” con los que los aldeanos preparan un pebre extraordinario que acompañan con batata morada cocida, pava de ají dulce con migajón y el infaltable suero costeño. La finca tenía tres casas de palma, la primera donde se alojaban invitados y patrones; la segunda compuesta por la cocina y troja, territorio de Rosa Lora, y la tercera destinada a capataces y mozos.

Un día Rosa Lora debía cocinar la yuca para el menú de esa tarde sabanera, compuesto de revoltillo de ponche o chigüiro ahumado ripiao, galápago guisao con leche de coco y arroz de manteca. Su hijo Mario, quien era el encargado habitualmente de pelarla, había desaparecido. Alguien gritó “está en el cuarto de la ahuyama”. La madre salió a buscarlo y lo encontró midiéndose el “pipi” con una yuca. Lo llevó a “cocotazos”gritándole en voz alta delante de todos: “Pa’ eso no eres maco”.

0 comentarios:

Publicar un comentario