Por Leonor Espinosa
Escrito para la Revista Bocas


La cocina de la casa de mi abuela ofrecía un gran revuelo en esa mañana de diciembre de 1972. Era la preparación de la cena que congregaba a toda la familia.
Cuatro cocineras integraban el equipo para la elaboración de arroz apastelao, pastel de gallina criolla, pernil de cerdo, viuda de carne salá y ensalada de papa con piña. Mientras Rosa Lora calentaba el agua para desplumar la gallina, Ana Tulia cortaba verduras; Berenice rozaba lentamente las hojas de plátano encima de la parrilla del fogón de leña, y Modesta, vigilante, daba órdenes al mismo tiempo que se encargaba de atravesar con la punta de un cuchillo la tierna carne de la pata de cerdo para su adobo.
Aparte de la ayuda de las cuatro mujeres, mi abuela no podía resistir ver que sus nietas mayores no asimilaran las labores que una mujer debía aprender para llegar preparada al matrimonio. Muchas veces nos hablaba con tono recio y regañón:
- Si no aprenden a hacer oficios las va a devolver el marido después de la luna de miel.
Fue así como a mi hermana mayor y a mí nos fue asignada la labor de ayudar con la preparación de l carne salá.
Mientras me comía el casabe –una especie de galleta de afrecho de yuca-, comencé a cortar unos palitos de bambú que debía juntas en forma de entramado y a manera de parrilla dentro de una olla justo a unos 20 centímetros de la base. Luego, sobre este, Berenice colocó unas hojas de bijao y encima la carne salada previamente desalada, yuca pelada en grandes trozos, plátanos bien maduros sin pelar y las mazorcas. Finalmente, recubrió con las mismas hojas, tapó y puso a cocinar al vapor en fuego sostenido por tres horas largas.
Una vez terminada la preparación, comencé a cortar las hojas de bijao, las que debía poner en forma de cruz para la elaboración de los pasteles –tamal para una persona que no haya crecido en el Caribe-. Su elaboración consiste en envolver las presas de gallina criolla guisada y arroz remojado en aceite con condimentos, que luego se amarran con cabuya.
Las mujeres que trabajaban con mi abuela eran sus comadres, mujeres con valores que intercambiaban saberes con un bocado de comida y una calilla entre sus pocos dientes. Mi abuela, de origen provinciano, matrona, con gran señorío, no cocinaba, pero mandaba en cada preparación por igual, como si hiciera parte indispensable de ella.
Tenía nueve años. Era la más traviesa entre cinco hermanos y cuatro primos; sagaz, siempre intentando descubrir la vida. Recuerdo a mi abuela definirme siempre como “la nieta en la constante búsqueda de la travesura”. No era en vano que hubiera nacido pelirroja y pecosa.
- No hay pelirrojo bueno –decía.
Yo era su compañera de aventuras en el campo, le redactaba las cartas que enviaba a sus comadres, aprendí de ella a conocer palabras en ese entonces ya en desuso, envelope, velocípedo, barrejobo, manivela y aguamanil eran de su constante decir. Le encendí en muchas ocasiones los cigarrillos marca Parliament sin ni siquiera permitir la curiosidad de acercarlos a mi boca. Dormí tantas veces a su lado sin moverme, de producirle un leve mareo: de inmediato su mano podía posarse en mi cuerpo haciendo un pequeño estrago.
La mañana antes de la cena me levantó a las cinco de la mañana:
-Vamos, vamos, levántate, báñate y cámbiate. Acompáñame a la finca.
No dudé ni un segundo en dar un salto a pesar de que desde muy temprana edad me hice consciente de que madrugar iba a ser nefasto para el resto de mi vida.
No dejó que me bañara en el baño, me llevó a una tina ubicada justo al lado del pasillo que separaba la casa principal de la cocina. Odiaba que me expusiera, me sentía grande, no una niña. Lloraba sin poder hacer nada, pero debía aprender a reconocer que no podía adelantar el tiempo y que por más que quisiera aún estaba en edad para disfrutar de momentos que con seguridad perdería con el paso de los días.
A las seis de la mañana llegamos a Casanare, una hacienda en la que mis abuelos dedicaban la tierra al cultivo de sorgo, algodón, cría de ganado, así como a la elaboración de queso costeño.
Nos recibieron con mazamorra servida en una totuma –una bebida de leche y maíz endulzada con panela-. No había prisa para recoger las viandas y regresarnos de inmediato. Medir el tiempo no era una preocupación en ese entonces, y las actividades del día se dividían, simplemente, entre antes y después de la mazamorra.
Salir en búsqueda de las gallinas era lo segundo que debíamos hacer. Vestida de pantalón corto, sandalias y con el pelo rojo suelto tan largo que llegaba hasta la cintura, corrí velozmente detrás de una gallina blanca y otra negra sin plumas en el pescuezo.
En casa de mi abuela no había un “baile sin comida, ni comida sin baile”. No recuerdo mucho saber cuál era nuestro lugar preferido, si la sala donde movíamos los cuerpos a ritmo de porro; los fogones o las mesas de trabajo forradas en plátano de donde salían grandes palanganas repletas de suculentas manducatorias.
Para ese entonces, aunque mi paladar ya podría diferenciar el gusto por la buena mesa y el resto de mis sentidos apreciar el maravilloso mundo de los aromas y sabores, mi amor por la cocina se hizo evidente aún después de haberme comido el suculento pastel preparado con las dos tiernas gallinas.



Por Leonor Espinosa
Escrito para la Revista Bocas

– Luis Pipón, ve a arriar las vacas que ya es hora de llevarlas pa’l corral – clamó Evaristo a su hijo.

De inmediato, con temor y dificultad, el niño montó a Risueña, la mula que le había regalado su padrino cuando cumplió seis años.
-Apura rápido y deja la flojera que va a oscurecer.
-No le digas “pipón”. ¿Acaso ese pelao no tiene segundo nombre? – Josefa.
-Ahora no vayas a formar una pelotera, no te metas, eso es pa que deje de comer tanta porquería.
-Ese pelao no es flojo, lo que pasa es que está lleno de lombrices. Hay que darle una tunda de guarapo ‘e caña blanca.
A la familia Canchila Badel la conocí en el festival de la cumbiamba durante una visita al municipio de Cereté, Córdoba, en abril de 2007.
Tradicionalmente, para esa época, en esta zona del norte de Colombia se dan cita múltiples conjuntos folclóricos de música y danzas de toda la región caribe. El festival tiene como principal atracción la competencia de grupos aficionados y profesionales que interpretan ritmos de cumbia, porro y puya, al compás de la gaita, las maracas, el tambor alegre y la tambora.
Cuatro días duró la fiesta.
La última noche, después de la ceremonia de ganadores y clausura del festival, mi cuerpo presentaba síntomas de sudoración, pies hinchados, piel enrojecida y con el ritmo perdido por culpa del aguardiente. A punto de darme un “yeyo”, me recosté en un taburete contra uno de los palos que soportaba la caseta.
Fue allí cuando Evaristo se me acercó, y como dicen popularmente los cartageneros, me la tiró plena.
-Ven y te enseño a bailá costeño.
Levanté mi cara y me encontré con un muchacho de aproximadamente unos 30 años y de 1,6 metros de estatura, lo miré a los ojos y solté una exclamación que se usa frecuentemente en la región:
-¡Usooooo!¡Tú si eres agallúo!
De inmediato soltó una carcajada.
-Hombeeee, seño, pensé que era cachaca.
Al momento llegó Josefa, su mujer, meciendo cadenciosamente la cadera. En su mano derecha sostenía un mazo de velas apagadas y con la otra una totuma repleta de mote de queso. Sin duda, se le veían las ganas de bailar cumbiamba. Haló una silla y la recostó justo detrás de la mía.
-No le tengo celos a la gringa – murmuró en voz baja.
-¿Ese mote es de palmitos? – pregunté.
-¡No! Tiene bleo – contestó tajante.
-Vivimos justo después del solar de la esquina, así que fui a buscarle comida a mi marido pa que aguante hasta el amanecé.
En la región sabanera se preparan diversas variaciones del mote de queso. Hacia los lados de Sincelejo, el más tradicional se elabora agregándole hojas de bledo o bleo. Otra elaboración típica de la Semana Santa es a base de guandú, queso costeño, ñame, yuca y suero, servido con el típico guiso de tomate, ajo y cebolla.
En Córdoba es tradicional el exquisito mote de palmito con queso, ñame, suero y limón; otra preparación se hace reemplazando los palmitos por berenjenas. En Montería, el mote de queso con candia y pescado, y el frijolito cabeza negra con carne salada, son muy apetecidos.
Para mí, el mejor de todos es el de bocachico ahumado que se prepara en San Marcos, Sucre.
Sonó una cumbia y Josefa Badel se dirigió a la pista con movimientos elegantes y señoriales, deslizó los pies sobre el piso sin levantarlos en una posición serena y erguida. Su pollera se enalteció de forma pausada. Evaristo empezó a marcarle el ritmo elevando el talón del pie derecho y con sutil galantería a cortejar sensualmente a su joven mujer.
Al día siguiente, con una gran resaca, me dirigí a la finquita de los Canchila. Estaba invitada a comer una viuda de carne salá.
-Dentre, bienvenida a esta humilde vivienda – dijo en coro la familia.
Evaristo me recibió con un gran abrazo y me presentó a sus dos hijos. Luis el Pipón tenía un palito de escoba entre las piernas jugando a ser jinete. La diminuta Eloísa, vestida con un pantaloncito corto de color fucsia, la nariz mocosa y con un conito de papel relleno de buche ‘e pavo, extendió la mano para generosamente ofrecerme un delicioso dulce artesanal preparado con ajonjolí recubierto de pastillaje.
-¡Doctora! – exclamó Josefa –, usté que es una persona estudiada, asesórenos en un negocio.
-Aquí hay un docto’ que vendió unas cabezas de ganao y viene ahora a proponernos comprar la finquita.
Don Abel, un hombre loriqueño, llegó faltando tres minutos para las doce del día acompañado de una de sus “querías” a quien deseaba regalarle una propiedad. A pleno sol caliente y “encendío”, como afirmó, saludó efusivamente a Evaristo.
Iniciamos el recorrido entrando por la puerta del corral.
El hombre de Lorica preguntó:
-¡”Oooooh, Evaristo!, ¿y esa mata llena e puya de qué e’?”.
-Esa es una planta llamada bleo, una mata decorativa.
A lo que doña Blanca, la mujer de Abel respondió:
-¿Decorativaaaaa? Si compramos la fincha, Abel, esa mata no sabe ni el ñame que va a lleva’…



Por Leonor Espinosa
Escrito para la Revista Bocas

A Ramón “Cachajo” le decían también “el muerto”. La primera vez que murió, camino al cementerio todo el pueblo se volcó en procesión cantándole:
Ya lo echaron a la caja,
ya lo llevan a enterrar,
Padre mío San Antonio,
No lo dejes condenar.
Por designio de él, sus seis hijos mayores fueron los escogidos para cargar el cajón. De un momento a otro, los cantos se detuvieron cuando el ataúd comenzó a moverse. La gente corrió despavoridamente hacia todos los lados de la polvorienta calle gritando: “¡resucitó, resucitó!, ¡es un milagro!”
“Yo se lo dije comadre, que él no iba a dejarla sola y con veinticuatro hijos. Pero que muriera y… ¿resucitara? Ay, San Antonio bendito”, chillaba con las manos en la cabeza misiá Petronila González, mientras se dirigía a Zenobia Estupiñán, la supuesta viuda.
Ramón padecía de una enfermedad llamada catalepsia, pero en ese entonces la atribuían a un milagro divino, tanto que por mucho tiempo después de su verdadera muerte, la gente se volcó en su tumba para pedirle favorosamente favores inalcanzables.
A Ramón lo bautizaron “Cachajo” en honor de un árbol cuya madera es incorruptible a las inclemencias del tiempo.
Lo enterraron siete veces, siete veces lo bañaron y siete veces lo vistieron.
Siete veces le hicieron el altar y siete veces fue envuelto en un toldo de sábanas blancas.
Siete veces confeccionaron la mariposa negra y siete veces debajo de esta, el crucifijo que expresaba luto familiar.
Siete veces en la sala de su casa ubicaron la cinta impresa con su nombre completo: “Ramón Candelario Copete Martínez”.
Siete veces prendieron cinco velas.
Siete veces le hicieron el velorio y seis veces al segundo día resucitó.
La séptima vez que murió, su mejor amigo le tarareó a su oído: “Ve Luis, decime si te moriste o no y no jodás más”. Esa vez, esperaron tres días antes de llevarlo al descanso eterno y cuando comenzó a oler mal, decidieron enterrarlo.
No era la primera vez que el “Ñaruzo”, primer apodo antes del último, le cantaron “alabaos”, hasta el punto, que el compositor del pueblo, para no repetir siempre los mismos, decidió arreglarle el siguiente canto funerario dialogado:
A la mitad de esta casa, me han de sacar a velar,
Por ser la última vez, vénganme a acompañar.
Aún así, y ante le incredulidad del pequeño pueblo caucano, La mano de Dios, no faltó la comilona preparada por Nimia Estupiñán. A ritmo de las chirimías del conjunto, una marimba, dos cununus, dos tambores y las voces de las mejores cantaoras fue despedido don Ramón.
“Ahora solo falta que se despierte bailando”, comentó borracho don Cebedeo Mosquera, su gran compañero de “biche” y quien siempre asistía a los aconteceres acompañado de su perra de nombre Capitulina.
El biche es una bebida alcohólica de tipo artesanal típica del Pacífico que se fabrica a partir del jugo de la caña de azúcar y del que se derivan otras bebidas típicas como el Arrechón, preparada con clavos y especias aromáticas, el Tumbacatre, con esencia de borojó y chontaduro, y la Tomaseca, especial para limpiar la tripa de las mujeres después del parto.
Cebedeo era en ese entonces el mejor “decimero”, el poeta que se convertía en la voz de todos para contar en versos magistrales los sentimientos y sucesos que marcaban el devenir histórico del pueblo.
El día después del entierro, todo volvió a la normalidad. La vecina de la casa contigua, misiá Petronila González, se levantó muy temprano, preparó café y calentó “tapao de pescao”, un cocido básico preparado con plátano, agua, sal y una ramita de cebolla larga.
Antes de disponerse a consolar a su comadre, como de costumbre, se dirigió al gallinero que había construido justo al pie de la cama para cuidar y revisar que todas sus gallinas estuvieran completas.
Era usual que en el pueblo robaran gallinas. Los primeros sospechosos eran jóvenes a quienes inculpaban la artimaña en ocasión a la festividad del ritual de la “uramba o lunada” que se celebraba a la orilla de los ríos.
El plato preferido por todos era el sancocho de gallina, una elegante preparación que consiste en ahumar la gallina con estopa de coco y sofrito, compuesto por ají criollo, poleo, albahaca morada, cimarrón, cilantro de hoja y oreganón.
Durante los tres días que duró el velorio, Petronila no tuvo la precaución de contar las gallinas. Sorprendida por el robo, caminó rápidamente a la Alcaldía, lugar donde se establecían las denuncias.
A la mitad del camino se encontró con don Cebedeo cantando a su amigo el finado:
Cuando mi Dios te pregunte, por qué comiste gallina,
Decile a mi Dios bendito, que fue por Capitulina.



Por Leonor Espinosa
Escrito para la Revista Bocas

La casa de mi abuela está ubicada en la plaza principal de San Luis de Sincé, a pocos pasos de la casa de balcón volado donde la familia García Márquez, antes de trasladarse a Sucre, tenía la farmacia.

Todos los días, mi abuela me mandaba a llevar el “poquito e’leche” a la niña Cleme, una pobre vieja que vivía cerca de la Placita de la Cruz, lugar donde quedaba situada la casa de la niña Leticia Martínez, tía del Nobel, en donde vivía toda la familia. Cleme aprovechaba la oportunidad para contarme sobre el paso del “hijo del telégrafo” por el pueblo de Sincé.

A las mujeres mayores en toda la sabana de Sucre y Córdoba se acostumbraba a llamarlas “niña” sin importar su edad y condición social. Recuerdo mucho a la niña Blanca Acosta por su elaboración de bolitas de leche, almojábanas y parpichuelas; a la niña Sofía Aguas (q.e.p.d) por sus inconfundibles bollos limpios y de batata; a la niña Ali Martínez por sus famosas conservas de plátano maduro, a la niña Julia Hernández entrar por el portón de la casa de mi abuela vendiendo empanadas crocantes de maíz que preparaba desde las cuatro de la mañana y que salí a vender desde muy temprano en un caldero de aluminio tapado.

A la que más recuerdo de todas, por alcahuetear mis travesuras, es a la niña Rosa Lora, una mujer de tez morena, consistencia delgada, ceño fruncido, “pelo malo”, “caminao zampao”. Vestía con trajes de segunda que le regalaban sus comadres y chancletas marca Panam. Todos los días llegaba a las cinco de la mañana con sus dos hijos, Pía y Mario, a los que llamaba “macos” por haber nacido con una enfermedad que ella nunca entendió. Simplemente la aludía a un castigo divino. Antes de comenzar su tediosa labor prendía una calilla y preparaba el manduco. “Ohhhhhhhhhh Rosa Lora”, gritaba mi abuela para llamarla apenas el reloj de la iglesia daba el último campanazo.