ENTRE LOS RECUERDOS DE RAQUEL Y FIDEL LOTTEAU
Por Leonor Espinosa
Escrito para la Revista Bocas

Raquel podría tener 70 años cuando mis padres, al partir de viaje, le encargaban la atención de sus seis hijos. Recuerdo a Raque vestir de pollera fondo colorado con pepas blancas, babuchas y pañoleta estampada de flores. Era una mujer alta, de pelo blanco, tez trigueña y pensionada de la Fuerza Naval del Atlántico. No precisamente por haber trabajado en esa institución la dejaban al cuidado de tan imposible misión, pues de rigurosa no tenía nada, todo lo contrario, era una mujer dulce y tierna.

Todas las tardes reposaba el bochorno del almuerzo sentada en una “mariapalito” ubicada en el corredor de la casa que daba al patio, no sin antes contarnos interminables historias sobre la naval.

Una vez se despertaba, ansiosos esperábamos su aprobación para participar en el paso de las ventas ambulantes, en las cuales se ofrecían panochas rellenas de coco, pastelitos gloria, pan de sal, piñitas, cocadas, raspaos con leche condensada, petos, alegrías y griegas pregonadas por un ciego que gritaba con voz chillona: “Es que no me ven o es que no me oyen”.

Al caer las seis, la casa se impregnaba de olor a tajá ‘e plátano maduro, cebolla frita, arroz blanco con ajo; o de bollos de mazorca, de angelito o de yuca que Raque les compraba a las palenqueras.

Al día siguiente, muy temprano en la mañana, nos despertaba junto a los alaridos de los carretilleros que propagaban bocachicos y sábalos, con los que se preparaba el día domingo el habitual sancocho de pescado con leche de coco.

En el ocaso del día íbamos a las mesas de frito en el tradicional barrio del Pie de la Popa a comer carimañolas, buñuelos de fríjol cabecita negra, empanadas rellenas de carne molida de cerdo y arepas de huevo. Era el gran plan familiar con el que terminaba exhausta el fin de semana la vieja Raque. Antes de llevarnos a la cama nos tomábamos un refresco de kola con leche acompañado de pionono cartagenero que mi madre compraba en la pastelería de Mariela Méndez.

Recuerdo como si fuera hoy, las suculentas preparaciones dirigidas por mi mamá Josefina, la carne ripiá, el arroz con coco blanco, el plátano en tentación, la carne sudá, la lengua en salsa cartagenera, la posta negra, la carne puyá, el enyucao, la cariseca, entre otros.

Para ese entonces, la oferta de restaurantes era muy limitada. Sin embargo, los cartageneros divertían su paladar en La cocina de Socorro, ubicado en el extinto mercado del muelle de los Pegasos; en los restaurantes chinos Sun Sun, Mee Wah y Pekín; El Polo Norte; las pescaderías el Pargo Rojo y La Fragata; en los españoles, La Hostería Sevillana de la familia Raventós en donde se ofrecía el famoso pollo a la pepitoria y El chef Julián, famoso por tener las mejores paellas de la ciudad; sofisticadamente, en el restaurante del Club Cartagena, El Club de Pesca, ubicado en el interior del fuerte de San Sebastián del Pastelillo, en el Árabe Internacional y en el restaurante La Capilla del Mar, de comida francesa y cuya propietaria era madame Daguet, famosa en todo el país por sus exquisitas recetas y su gusto inigualable por la buena mesa.

De la Cartagena de ventas ambulantes queda poco. Hoy día, para fortuna de nuestro patrimonio, la cocina local se prepara en casa Hay que haber nacido allá o ser amigo de un cartagenero para saborear el placer de su comida.

Hace poco, mi hermana Mónica y su esposo Juan Carlos me invitaron a un sancocho trifásico preparado a base de costilla de res, cerdo, gallina, plátano verde y maduro, yuca ñame, ahuyama, ají dulce y cilantro, acompañado del auténtico arroz con ajo, ají picante y el infaltable suero costeño.

Después de una larga conversación, detuve mi mirada en una mecedora ubicada en el balcón, justo enfrente de la hermosa bahía de Cartagena.

De inmediato, los recuerdos me atracaron, llegó a mi mente la imagen de la gran matrona Raquel.

Aunque me dieron ganas de hacer la siesta, no pude contener la emoción que produce en mí la tarde salsera de un sábado Donde Fidel, que supera cualquier recuerdo de la infancia.

Me despedí, tomé un taxi, le pedí al conductor, tal como lo hace un auténtico cartagenero antes de agradecer “Mi hermanito llévame a Donde Fidel”, sabía que de otra manera me preguntaba acerca de mi origen y ni pal carajo le daría la papaya de cobrarme más de la cuenta o para decirme “Yeeeerdaaaa, estás cachaca”.

Entré, justo vi a Fidel y como de costumbre estaba vestido de “mocho” y camiseta estilo polo a rayas y me dio un abrazo. Me senté en la barra mirando hacia el Portal de los Dulces, en el lugar que me gusta frente a la pantalla en donde todos los sábados desde la mañana hasta la madrugada pasan videos de salsa. De repente, el que atiende puso encima del tablón una cerveza fría delante de mí. Es costumbre que la gente “mande”. Miré hacia todos los lados, la cerveza provenía de un amigo sandiegano, José Pernet, a quien le dije: “Cada vez que me bajo del avión, mi segundo paso es venir a vivir desde aquí la Cartagena de siempre”. Sin hacer un mínimo esfuerzo, respondió muy sonriente: “Aquí solo cambia el precio de la cerveza”.

Luego de divagar sobre la salsa de los 70 del pianista cartagenero Roberto de la Barrera y sus golpes salseros con la Orquesta Eco, El Combo los Galleros de Sonfronín Martínez, El Afrocombo y la charanga de Hugo Alandete, de la clásica salsa “Picotera” (entre otras, la que más me gusta), me dijo tajantemente lo siguiente: “Solo un cartagenero sabe que el sabor nuestro lo da el agua salá, la brisa marina, la salsa, la comida y las mujeres como tú”.

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