Por Leonor Espinosa
Escrito para la Revista Bocas

“Cuando era pequeña me encantaba jugar con los muchachos al ‘pepo’, un juego que consistía en tirar una bola contra la del contrincante hasta reventarla. También al ‘hoyito’, que se trataba de meter unas bolitas en unos huequitos en el piso; el ‘zumbambico’, un juego cuyo propósito es darle vueltas a una tapa metálica de gaseosa aplastada a la que se le hacía un hueco en el centro y se le ponía una cuerda doble. En los extremos se introducían los dedos del corazón y cuando estaba bien enroscada se templaba. Al abrir y cerrar las manos producía un zumbido, el objetivo era chocar con los zumbambicos de los demás muchachos hasta cortar la cuerda”.

Su familia le pegaba cuando la veía jugar con muchachos, pero los juegos de niña jamás la divirtieron. A pesar de los coscorrones de su abuela, Mencha, como le decían cariñosamente, encontró en su apodo la caricia que no recibía cuando hacía caso omiso de las reglas de comportamiento que tenía establecidas.

Maura Hermencia Orejuela de Caldas creció junto a 37 hermanos, 19 del matrimonio oficial y el resto, hijos de su padre con otra mujer, que con el paso del tiempo terminó siendo amiga de su madre. Al lado de su prodigiosa abuela, tía y mamá, aprendió el gran arte de la cocina negra del Pacífico. Su familia tenía un cenadero casero en la primera planta de su casa. En el fogón de leña cocían las más suculentas preparaciones para deleitar a comensales transeúntes.

Maura recuerda acompañar a su padre a la orilla del río a comprar cangrejos y pescados, dos ingredientes básicos de la cocina ofrecida en el pequeño restaurante. Era oficio del hombre ir al río, como el de la mujer, fiar en la tienda los abarrotes y el bastimento.