Por Leonor Espinosa
Escrito para la Revista Bocas
A Ramón “Cachajo” le decían también “el
muerto”. La primera vez que murió, camino al cementerio todo el pueblo se volcó
en procesión cantándole:
Ya lo echaron a la caja,
ya lo llevan a enterrar,
Padre mío San Antonio,
No lo dejes condenar.
Por designio de él, sus seis hijos mayores
fueron los escogidos para cargar el cajón. De un momento a otro, los cantos se
detuvieron cuando el ataúd comenzó a moverse. La gente corrió despavoridamente
hacia todos los lados de la polvorienta calle gritando: “¡resucitó, resucitó!,
¡es un milagro!”
“Yo se lo dije comadre, que él no iba a
dejarla sola y con veinticuatro hijos. Pero que muriera y… ¿resucitara? Ay, San
Antonio bendito”, chillaba con las manos en la cabeza misiá Petronila González,
mientras se dirigía a Zenobia Estupiñán, la supuesta viuda.
Ramón padecía de una enfermedad llamada
catalepsia, pero en ese entonces la atribuían a un milagro divino, tanto que
por mucho tiempo después de su verdadera muerte, la gente se volcó en su tumba
para pedirle favorosamente favores inalcanzables.
A Ramón lo bautizaron “Cachajo” en honor de
un árbol cuya madera es incorruptible a las inclemencias del tiempo.
Lo enterraron siete veces, siete veces lo
bañaron y siete veces lo vistieron.
Siete veces le hicieron el altar y siete
veces fue envuelto en un toldo de sábanas blancas.
Siete veces confeccionaron la mariposa negra
y siete veces debajo de esta, el crucifijo que expresaba luto familiar.
Siete veces en la sala de su casa ubicaron la
cinta impresa con su nombre completo: “Ramón Candelario Copete Martínez”.
Siete veces prendieron cinco velas.
Siete veces le hicieron el velorio y seis
veces al segundo día resucitó.
La séptima vez que murió, su mejor amigo le
tarareó a su oído: “Ve Luis, decime si te moriste o no y no jodás más”. Esa
vez, esperaron tres días antes de llevarlo al descanso eterno y cuando comenzó
a oler mal, decidieron enterrarlo.
No era la primera vez que el “Ñaruzo”, primer
apodo antes del último, le cantaron “alabaos”, hasta el punto, que el
compositor del pueblo, para no repetir siempre los mismos, decidió arreglarle
el siguiente canto funerario dialogado:
A la mitad de esta casa, me han de sacar a velar,
Por ser la última vez, vénganme a acompañar.
Aún así, y ante le incredulidad del pequeño
pueblo caucano, La mano de Dios, no faltó la comilona preparada por Nimia
Estupiñán. A ritmo de las chirimías del conjunto, una marimba, dos cununus, dos
tambores y las voces de las mejores cantaoras fue despedido don Ramón.
“Ahora solo falta que se despierte bailando”,
comentó borracho don Cebedeo Mosquera, su gran compañero de “biche” y quien
siempre asistía a los aconteceres acompañado de su perra de nombre Capitulina.
El biche es una bebida alcohólica de tipo
artesanal típica del Pacífico que se fabrica a partir del jugo de la caña de
azúcar y del que se derivan otras bebidas típicas como el Arrechón, preparada
con clavos y especias aromáticas, el Tumbacatre, con esencia de borojó y
chontaduro, y la Tomaseca, especial para limpiar la tripa de las mujeres
después del parto.
Cebedeo era en ese entonces el mejor
“decimero”, el poeta que se convertía en la voz de todos para contar en versos
magistrales los sentimientos y sucesos que marcaban el devenir histórico del
pueblo.
El día después del entierro, todo volvió a la
normalidad. La vecina de la casa contigua, misiá Petronila González, se levantó
muy temprano, preparó café y calentó “tapao de pescao”, un cocido básico
preparado con plátano, agua, sal y una ramita de cebolla larga.
Antes de disponerse a consolar a su comadre,
como de costumbre, se dirigió al gallinero que había construido justo al pie de
la cama para cuidar y revisar que todas sus gallinas estuvieran completas.
Era usual que en el pueblo robaran gallinas.
Los primeros sospechosos eran jóvenes a quienes inculpaban la artimaña en
ocasión a la festividad del ritual de la “uramba o
lunada” que se celebraba a la orilla de los ríos.
El plato preferido por todos era el sancocho
de gallina, una elegante preparación que consiste en ahumar la gallina con
estopa de coco y sofrito, compuesto por ají criollo, poleo, albahaca morada,
cimarrón, cilantro de hoja y oreganón.
Durante los tres días que duró el velorio,
Petronila no tuvo la precaución de contar las gallinas. Sorprendida por el
robo, caminó rápidamente a la Alcaldía, lugar donde se establecían las
denuncias.
A la mitad del camino se encontró con don
Cebedeo cantando a su amigo el finado:
Cuando mi Dios te pregunte, por qué comiste gallina,
Decile a mi Dios bendito, que fue por Capitulina.