Por Leonor Espinosa
Escrito para la Revista Bocas
Raquel podría tener 70 años cuando mis padres, al partir de viaje, le encargaban la atención de sus seis hijos. Recuerdo a Raque vestir de pollera fondo colorado con pepas blancas, babuchas y pañoleta estampada de flores. Era una mujer alta, de pelo blanco, tez trigueña y pensionada de la Fuerza Naval del Atlántico. No precisamente por haber trabajado en esa institución la dejaban al cuidado de tan imposible misión, pues de rigurosa no tenía nada, todo lo contrario, era una mujer dulce y tierna.
Todas las tardes reposaba el bochorno del almuerzo sentada en una “mariapalito” ubicada en el corredor de la casa que daba al patio, no sin antes contarnos interminables historias sobre la naval.
Una vez se despertaba, ansiosos esperábamos su aprobación para participar en el paso de las ventas ambulantes, en las cuales se ofrecían panochas rellenas de coco, pastelitos gloria, pan de sal, piñitas, cocadas, raspaos con leche condensada, petos, alegrías y griegas pregonadas por un ciego que gritaba con voz chillona: “Es que no me ven o es que no me oyen”.
Al caer las seis, la casa se impregnaba de olor a tajá ‘e plátano maduro, cebolla frita, arroz blanco con ajo; o de bollos de mazorca, de angelito o de yuca que Raque les compraba a las palenqueras.