ENTRE LOS RECUERDOS DE RAQUEL Y FIDEL LOTTEAU
Por Leonor Espinosa
Escrito para la Revista Bocas

Raquel podría tener 70 años cuando mis padres, al partir de viaje, le encargaban la atención de sus seis hijos. Recuerdo a Raque vestir de pollera fondo colorado con pepas blancas, babuchas y pañoleta estampada de flores. Era una mujer alta, de pelo blanco, tez trigueña y pensionada de la Fuerza Naval del Atlántico. No precisamente por haber trabajado en esa institución la dejaban al cuidado de tan imposible misión, pues de rigurosa no tenía nada, todo lo contrario, era una mujer dulce y tierna.

Todas las tardes reposaba el bochorno del almuerzo sentada en una “mariapalito” ubicada en el corredor de la casa que daba al patio, no sin antes contarnos interminables historias sobre la naval.

Una vez se despertaba, ansiosos esperábamos su aprobación para participar en el paso de las ventas ambulantes, en las cuales se ofrecían panochas rellenas de coco, pastelitos gloria, pan de sal, piñitas, cocadas, raspaos con leche condensada, petos, alegrías y griegas pregonadas por un ciego que gritaba con voz chillona: “Es que no me ven o es que no me oyen”.

Al caer las seis, la casa se impregnaba de olor a tajá ‘e plátano maduro, cebolla frita, arroz blanco con ajo; o de bollos de mazorca, de angelito o de yuca que Raque les compraba a las palenqueras.



Por Leonor Espinosa
Escrito para la Revista Bocas

Solo me quedaban diez minutos para abordar la Peque-peque, en el pequeño desembarcadero de Puerto Nariño, para ir hasta San Juan del Soco, uno de los asentamientos ticuna más importantes del Amazonas en la ribera del río Loretoyacu.

Mi hija Laura, antes de embarcarse en el rápido que la llevaría de regreso a Leticia, me entregó una lista de tareas que debía diligenciar y revió las cosas infaltables que debía llevar: repelente, foco de mano y agua.

El viaje duró tres horas. Pronuncié pocas palabras, sorprendida por los innumerables mitos y leyendas que Pablo, mi guía culinario, narraba acerca de una serpiente de 50 metros que habita en el río.

Finalmente, la pequeña canoa motorizada se detuvo. No podía despegarme del asiendo de madera. Las piernas se me habían adormecido y debía escalar por unos peldaños de madera cubiertos de barro hacia el caserío. El río había bajado por lo menos cinco metros.

Mi viaje tenía como objetivo socializar con líderes comunitarios los laboratorios gastronómicos que mi fundación ofrecería, con el fin de sensibilizar a reconocer y valorar su patrimonio tradicional culinario. Me recibió la señora Juliana, una abuela de 70 años, 1,50 metros de estatura y una sonrisa gigante mientras desplegaba atenciones. De inmediato nos dirigimos a su casa. Era la hora del almuerzo, y entramos directamente a la cocina ubicada en la parte trasera donde un fogón de leña era el componente básico para ahumar, sancochar, asar y guisar. Me dijo, “bienvenida a esta comunidad olvidada”, le respondí: “me quiere mi suegra”, un refrán sabanero que se usa cuando una persona llega a una casa a la hora de la comida sin ser invitada.